martes, 19 de mayo de 2015

un musico a descubrir

Para que no me acusen de siempre quejoso y negativista, puedo decir que los dos placeres maximos de mi vida son: 1) encontrar una novela negra que aun no haya leido, y que sea extraordinaria (o si no, escribirla). 2) encontrar a un sinfonista, con un ciclo sinfonico apabullante, como los de los 60 del siglo pasado, que encontraron al Gustav, y los de hace una decada, al Dmitri. 
Ralph Vaugham Williams hizo nueve sinfonias, entre 1909 y 1957. Su estilo es altamente agradable, y sobre todo, no pesa, lo que a veces puede ocurrir con los rusos o con Bruckner. Tiene magia, como Holst o Bax, y una rica orquestacion.
Su primera es coral, y la dedico al mundo maritimo. Su segunda a Londres, y su tercera es la pastorale. La cuarta se la dedica a John Barbirolli, un director de orquesta medio italiano que trabajaba en Inglaterra y era su friend, y presenta una estilistica mas experimental, mas siglo 20, con ritmos que aluden a otra cosa que lo que aludian los de Igor, Bela o Sergio. 
La quinta y sexta son romanticas, y la septima es la banda sonora de una peli sobre el Polo, tambien con voces humanas aqui y alla, y un organo intimidatorio.
La octava para mi es la mejor, acaso la mas notable sinfonia compuesta en los años 50, años en los que Shostakovich elaboro sus decima y undecima.
La novena vuelve al romanticismo, a fines de los 50, tambien. 
Por supuesto, hay muchos sinfonistas olvidados, que ameritan explorarse. Spohr. Walton. Hanson. Balakirev. Glazunov. Rachmaninoff. Berwald. Nielsen. Miaskowsky, con sus 27. O los de una sola obra, tan buena como las de Hindemith (Mathis el pintor), Strawinsky (Sinfonia de los Salmos) o Scriabin (Poema Divino).

sábado, 27 de diciembre de 2014

el sueño de stephen rojack

No se por que se me ocurre que EL SUEÑO AMERICANO es una lectura adecuada para el veraneo. Junto con NOCHES DE LA ANTIGUEDAD lo unico completamente erotico que hizo el autor, pero en este caso no es una porno-egipcia, sino policial, en la Nueva York de 1967. El narrador es ese tipo casado con una millonaria, Deborah Kelly, a la que mata accidentalmente tras una discusion en su departamento. Decide tapar la muerte tirando el cadaver desde el balcon -viven en penthouses- y dice que se ha suicidado. A partir de alli se desbarranca en una serie de escenas de sexo y violencia, entre Henry Miller y la novela dura, impunidad  y pretensiones poeticas. Salio en el mismo año que el bodrio de Garcia Marquez, asi que fue una de las novelas olvidadas del siglo 20, pero seria adecuado recordara.

domingo, 20 de abril de 2014

un cuento de garcia marquez, ligeramente puntuado por mi

Ultimo viaje del buque fantasma

"Ahora van a ver quién soy yo", se dijo, con su nuevo vozarrón de hombre, muchos años después de que viera por primera vez el trasatlántico inmenso, sin luces y sin ruidos, que una noche pasó frente al pueblo como un gran palacio deshabitado, más largo que todo el pueblo y mucho más alto que la torre de su iglesia, y siguió navegando en tinieblas hacia la ciudad colonial fortificada contra los bucaneros al otro lado de la bahía, con su antiguo puerto negrero y el faro giratorio cuyas lúgubres aspas de luz, cada quince segundos, transfiguraban el pueblo en un campamento lunar de casas fosforescentes y calles de desiertos volcánicos.

Aunque él era entonces un niño sin vozarrón de hombre pero con permiso de su madre para escuchar hasta muy tarde en la playa las arpas nocturnas del viento, aún podía recordar como si lo estuviera viendo que el transatlántico desaparecía cuando la luz del faro le daba en el flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa de pasar, de modo que era un buque intermitente que iba apareciendo y desapareciendo hacia la entrada de la bahía, buscando con tanteos de sonámbulo las boyas que señalaban el canal del puerto. Hasta que algo debió fallar en sus agujas de orientación, porque derivó hacia los escollos, tropezó, saltó en pedazos y se hundió sin un solo ruido, aunque semejante encontronazo con los arrecifes era para producir un fragor de hierros y una explosión de máquinas que helaran de pavor a los dragones más dormidos en la selva prehistórica que empezaba en las últimas calles de la ciudad y terminaba en el otro lado del mundo. 

Así que él mismo creyó que era un sueño, sobre todo al día siguiente, cuando vio el acuario radiante de la bahía, el desorden de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto, las goletas de los contrabandistas de las Guayanas recibiendo su cargamento de loros inocentes con el buche lleno de diamantes: pensó, "me dormí contando las estrellas y soñé con ese barco enorme, claro".

Quedó tan convencido que no se lo contó a nadie ni volvió a acordarse de la visión hasta la misma noche del marzo siguiente, cuando andaba buscando celajes de delfines en el mar y lo que encontró fue el trasatlántico ilusorio, sombrío, intermitente, con el mismo destino equivocado de la primera vez. Sólo que él estaba entonces tan seguro de estar despierto que corrió a contárselo a su madre, y ella pasó tres semanas gimiendo de desilusión, "se te está pudriendo el seso de tanto andar al revés, durmiendo de día y aventurando de noche como la gente de mala vida". 

Como tuvo que ir a la ciudad por esos días en busca de algo cómodo en que sentarse a pensar en el marido muerto, pues a su mecedor se le habían gastado las balanzas en once años de viudez, aprovechó la ocasión para pedirle al hombre del bote que se fuera por los arrecifes de modo que el hijo pudiera ver lo que en efecto vio en la vidriera del mar, los amores de las mantarayas en primaveras de esponjas, los pargos rosados y las corvinas azules zambulléndose en los pozos de aguas más tiernas que había dentro de las aguas, y hasta las cabelleras errantes de los ahogados de algún naufragio colonial, pero ni rastros de trasatlánticos hundidos ni qué niño muerto.

Sin embargo, él siguió tan emperrado que su madre prometió acompañarlo en la vigilia del marzo próximo, seguro, sin saber que ya lo único seguro que había en su porvenir era una poltrona de los tiempos de Francis Drake que compró en un remate de turcos, en la cual se sentó a descansar aquella misma noche, suspirando, "mi pobre Holofernes, si vieras lo bien que se piensa en ti sobre estos forros de terciopelo y con estos brocados de catafalco de reina". Pero mientras más evocaba al marido muerto más le borboritaba y se le volvía de chocolate la sangre en el corazón, como si en vez de estar sentada estuviera corriendo, empapada de escalofríos y con la respiración llena de tierra, hasta que él volvió en la madrugada y la encontró muerta en la poltrona, todavía caliente pero ya medio podrida como los picados de culebra. Lo mismo les ocurrió después a otras cuatro señoras, antes de que tiraran en el mar la poltrona asesina, muy lejos, donde no le hicieran mal a nadie, pues la habían usado tanto a través de los siglos que se le había gastado la facultad de producir descanso. De modo que él tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina de huérfano, señalado por todos como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el trono de la desgracia, viviendo no tanto de la caridad pública como del pescado que se robaba en los botes, mientras la voz se le iba volviendo de bramante y sin acordarse más de sus visiones de antaño hasta otra noche de marzo en que miró por casualidad hacia el mar, y de pronto, madre mía, ahí está, la descomunal ballena de amianto, la bestia berraca.

"Vengan a verlo", gritaba enloquecido, "vengan a verlo", promoviendo tal alboroto de ladridos de perros y pánicos de mujer, que hasta los hombres más viejos se acordaron de los espantos de sus bisabuelos y se metieron debajo de la cama creyendo que había vuelto William Dampier. 
Pero los que se echaron a la calle no se tomaron el trabajo de ver el aparato inverosímil que en aquel instante volvía a perder el oriente y se desbarataba en el desastre anual, sino que lo contramataron a golpes y lo dejaron tan mal torcido que entonces fue cuando él se dijo, babeando de rabia, "ahora van a ver quién soy yo".
  
Pero se cuidó de no compartir con nadie su determinación sino que pasó el año entero con la idea fija, "ahora van a ver quién soy yo", esperando que fuera otra vez la víspera de las apariciones para hacer lo que hizo, ya está. Se robó un bote, atravesó la bahía y pasó la tarde esperando su hora grande en los vericuetos del puerto negrero, entre la salsamuera humana del Caribe. Tan absorto en su aventura que no se detuvo como siempre frente a las tiendas de los hindúes a ver los mandarines de marfil tallados en el colmillo entero del elefante, ni se burló de los negros holandeses en sus velocípedos ortopédicos, ni se asustó como otras veces con los malayos de piel de cobra que le habían dado la vuelta al mundo cautivados por la quimera de una fonda secreta donde vendían filetes de brasileras al carbón. Porque no se dio cuenta de nada mientras la noche no se le vino encima con todo el peso de las estrellas y la selva exhaló una fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas.

Ya estaba él remando en el bote robado hacia la entrada de la bahía, con la lámpara apagada para no alborotar a los policías del resguardo, idealizado cada quince segundos por el aletazo verde del faro y otra vez vuelto humano por la oscuridad, sabiendo que andaba cerca de las boyas que señalaban el canal del puerto no sólo porque viera cada vez más intenso su fulgor opresivo sino porque la respiración del agua se iba volviendo triste. Así remaba tan ensimismado que no supo de dónde le llegó de pronto un pavoroso aliento de tiburón ni por qué la noche se hizo densa como si las estrellas se hubieran muerto de repente, y era que el trasatlántico estaba allí con todo su tamaño inconcebible, madre, más grande que cualquier otra cosa grande en el mundo y más oscuro que cualquier otra cosa oscura de la tierra o del agua. Trescientas mil toneladas de olor de tiburón pasando tan cerca del bote que él podía ver las costuras del precipicio de acero, sin una sola luz en los infinitos ojos de buey, sin un suspiro en las máquinas, sin un alma, y llevando consigo su propio ámbito de silencio, su propio cielo vacío, su propio aire muerto, su tiempo parado, su mar errante en el que flotaba un mundo entero de animales ahogados.

Y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo del faro y por un instante volvió a ser el Caribe diáfano, la noche de marzo, el aire cotidiano de los pelícanos. De modo que él se quedó solo entre las boyas, sin saber qué hacer, preguntándose asombrado si de veras no estaría soñando despierto, no sólo ahora sino también las otras veces. Pero apenas acababa de preguntárselo cuando un soplo de misterio fue apagando las boyas desde la primera hasta la última, así que cuando pasó la claridad del faro el trasatlántico volvió a aparecer y ya tenía las brújulas extraviadas, acaso sin saber siquiera en qué lugar de la mar océana se encontraba, buscando a tientas el canal invisible pero en realidad derivando hacia los escollos. Hasta que él tuvo la revelación abrumadora de que aquel percance de las boyas era la última clave del encantamiento, y encendió la lámpara del bote, una mínima lucecita roja que no tenía por qué alarmar a nadie en los minaretes del resguardo, pero que debió ser para el piloto como un sol oriental. Gracias a ella el trasatlántico corrigió su horizonte y entró por la puerta grande del canal en una maniobra de resurrección feliz. Entonces todas sus luces se encendieron al mismo tiempo, las calderas volvieron a resollar, se prendieron las estrellas en su cielo y los cadáveres de los animales se fueron al fondo, y había un estrépito de platos y una fragancia de salsa de laurel en las cocinas, y se oía el bombardino de la orquesta en las cubiertas de luna y el tumtum de las arterias de los enamorados de altamar en la penumbra de los camarotes; pero él llevaba todavía tanta rabia atrasada que no se dejó aturdir por la emoción ni amedrentar por el prodigio, sino que se dijo con más decisión que nunca -Ahora van a ver quién soy yo, carajo, ahora lo van a ver- y en vez de hacerse a un lado para que no lo embistiera aquella máquina colosal empezó a remar delante de ella, porque "ahora sí van a saber quién soy yo".
  
Y siguió orientando el buque con la lámpara hasta que estuvo tan seguro de su obediencia que lo obligó a descorregir de nuevo el rumbo de los muelles, lo sacó del canal invisible y se lo llevó de cabestro como si fuera un cordero de mar hacia las luces del pueblo dormido, un barco vivo e invulnerable a los haces del faro que ahora no lo invisibilizaban sino que lo volvían de aluminio cada quince segundos. Allá empezaban a definirse las cruces de la iglesia, la miseria de las casas, la ilusión, y todavía el trasatlántico iba detrás de él, siguiéndolo con todo lo que llevaba dentro: su capitán dormido del lado del corazón, los toros de lidia en la nieve de sus despensas, el enfermo solitario en su hospital, el agua huérfana de sus cisternas, el piloto irredento que debió confundir los farallones con los muelles.  En aquel instante reventó el bramido descomunal de la sirena, una vez, y él quedó ensopado por el aguacero de vapor que le cayó encima, otra vez, y el bote ajeno estuvo a punto de zozobrar, y otra vez, -pero ya era demasiado tarde, porque ahí estaban los caracoles de la orilla, las piedras de la calle, las puertas de los incrédulos, el pueblo entero iluminado por las mismas luces del trasatlántico despavorido: y él apenas tuvo tiempo de apartarse para darle paso al cataclismo, gritando en medio de la conmoción -Ahí lo tienen, cabrones-, un segundo antes de que el tremendo casco de acero descuartizara la tierra y se oyera el estropicio nítido de las noventa mil quinientas copas de champaña que se rompieron una tras otra desde la proa hasta la popa.

Entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada de marzo sino el mediodía de un miércoles radiante. Y él pudo darse el gusto de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que todo, veinte veces más alto que la torre y como noventa y siete veces más largo que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, halalcsillag, y todavía chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte.

lunes, 27 de enero de 2014

china, babel de hoy

Piensa, Estados Unidos: este pais es la dictadura mas grande del mundo, la madre de todas las dictaduras: 1000 millones afiliados a un partido unico, el Partido comunista-capitalista. Este pais se ha unido a los otros 1300 millones del Asia, los hindues, a fin de entrelazar sus bancos con la tecnica informatica. Este pais tiene el ejercito mas grande del planeta, 5000 cabezas atomicas que te apuntan, una red de refugios subterraneos para el caso de guerra con misiles, y le casco la nuez a America en Corea y en Vietnam.

Piensa, vieja prostituta calva y gorda de Wall Street: hace mucho que el mundo ya no se come tus mentiras sobre los "enemigos faciles" -armas quimicas de los sirios, atomicas de los iranios- pero en el caso chino esas mentiras son todas ciertas.
Y en China, Israel desaparece. Ni un supremo masoquista como Franz Kafka podria adaptarse alla. Es el fin del circulo de las civilizaciones, y el fin del Oeste. Y tu fin. En una tercera guerra mundial, en los dos proximos lustros, te extingues, sin dudas.

                             China, el pais-Disneylandia

viernes, 3 de febrero de 2012

para los genios todo es tan simple


Hay en este blog algunos cuentos de Bradbury, pero todos merecen leerse.
Dos sobre el circo, "El ultimo circo", de la coleccion
EL CONVECTOR TOYNBEE y "Ese perro viejo tendido en el polvo", de la coleccion MANEJANDO A CIEGAS, son los mejores cuentos sobre circos que se pueden escribir, y ademas resultan mucho mas que cuentos sobre circos.
Pero "Una noche en tu vida" es un cuento tan hermoso que no me explico como pudo lograrse algo asi con un tema tan simple.
Un hombre va en auto cruzando los Estados Unidos. Se detiene en medio de un bosque.
Siempre soño con hacer eso. Y encontrarse con una mujer, subir a medianoche a la cima de una colina y sentado junto a ella, mirar las luces de las ciudades distantes y las estrellas en el cielo. Y sin hablar, tomarla de la mano, y mirarse ambos a los ojos.
Le ocurre exactamente asi.
Y eso es todo.
Bradbury es uno de los tipos que me gustaria encontrar en el Eden luego de morirme. Con Mozart, Quino, el y mi madre, creo que lo pasariamos muy a gusto.

lunes, 16 de enero de 2012

el otro macdonald

Siempre fui seguidor de Ross, no de John Macdonald, cuya serie de Tavis MacGee nunca me convencio del todo. Pero LA UNICA MUJER EN EL JUEGO es una buena novelita sobre los mafiosos de los casinos de Las Vegas y las personas que destruyen sin concederles demasiada importancia. No es sensacional como la version que hizo muy tarde Scorsese, en los 90, sino bien equilibrada, en un estilo Horace MacCoy, no bestselleristico, y merece destacarse.

viernes, 6 de enero de 2012

films que no recordas ni en el lecho de muerte









Foto 1: BUSTING, policial iconoclasta de los 70, con Robert Blake y Elliot Gould. Accion vertiginosa y satira.
Foto 2: FRITZ EL GATO, de 1972, feroz peli de dibujos animados que incluia lo porno y lo violento y que fue la verdadera precursora de LOS SIMPSONS.
Fotos 3 y 4: el brutal Anthony Quinn en dos policiales negros, mas duros que el pan duro: A TRAVES DE LA CALLE 110, a los golpes con los de Harlem, y LA LARGA ESPERA, del putrido Victor Saville sobre el no menos putrido Mickey Spillane.
Foto 5: CHANDLER, con Warren Oates, basada en PLAYBACK, la ultima novela del ciclo Marlowe, pero convertida en algo casi incomprensible.
Fotos 6 y 7: LAS ARMAS DEL DIABLO, uno de los mejores westerns de los 60, con Glenn Ford y Arthur Kennedy. Buena fotografia y metafisica.
Foto 8: James Mason se sube a una bañera para cabalgar la lava
de un volcan, en VIAJE AL CENTRO DEL MUNDO, la primer y mejor version del clasico de Verne.
Foto 9: otro detective privado, P J, George Peppard en un titulo sesentista de John Guillermin.