martes, 3 de enero de 2012

ray bradbury: una noche o una mañana cualquiera


El hombre había fumado un paquete de cigarrillos en dos horas.
-¿En qué punto del espacio nos encontramos en este momento?
-A un billón de kilómetros.
-¿A un billón de kilómetros de dónde? -dijo Hitchcock.
-Depende -dijo Clemens, que no fumaba.
-Dilo, entonces.
-Nuestra casa. La Tierra. Nueva York, Chicago. El lugar de donde venimos. Cualquiera que sea.
-No me acuerdo -dijo Hitchcock-. Ni siquiera se si la Tierra existe. ¿Y tú?
-Sí. Soñé con ella esta mañana.
-No hay mañanas en el espacio.
-Esta noche entonces.
-Siempre es de noche -dijo Hitchcock suavemente- ¿De qué noche hablas?
-Cállate -dijo Clemens irritado-. Déjame en paz.
Hitchcock encendió otro cigarrillo. No le temblaban las manos, pero parecía como si se estremeciese bajo la piel tostada por el sol. Un leve estremecimiento en las manos, y un invisible estremecimiento a lo largo del cuerpo. Los dos hombres, sentados en el piso de la galería de observación, contemplaban las estrellas. Los ojos de Clemens brillaban intensamente, pero los ojos de Hitchcock, ausentes y apagados, no se fijaban en nada.
-Me desperté a las 05.00 -dijo Hitchcock, como si le hablase a su mano derecha-. Y me oí gritar: «¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy?» Y la respuesta fue: «En ninguna parte.» Y dije entonces: «¿Dónde he estado?» Y respondí: «En la Tierra.» «¿Qué es la Tierra?» me pregunté. «El lugar donde nací» me dije. Pero las palabras no tenían sentido, y peor aún. No creo en nada que no pueda ver o tocar. No puedo ver la Tierra, ¿por qué voy a creer que existe? Es mejor así, es mejor no creer.
-Allá está la Tierra -apuntó Clemens, sonriendo-. Aquel punto luminoso.
-Eso no es la Tierra. Es nuestro sol. Desde aquí no se ve la Tierra.
-Yo puedo verla. Tengo buena memoria.
-No seas tonto. No es lo mismo -dijo Hitchcock bruscamente, algo enojado-. Quiero decir verla de veras. Siempre he sido igual. Cuando estoy en Boston, no existe Nueva York. Cuando estoy en Nueva York, no existe Boston. Cuando no veo a alguien durante todo un día, ese hombre no existe. Cuando lo encuentro en la calle, Dios mío, es como una resurrección. Casi me pongo a bailar. Me alegra tanto verlo... Me acostumbro, sin embargo. Dejo de bailar. Miro solamente. Y cuando el hombre se va, deja de existir, otra vez.
Clemens se rió. -Porque tu mente es demasiado primitiva. No puedes asir las cosas. No tienes imaginación, mi viejo Hitchcock. Tienes que aprender a recordar.
-¿Para qué recordar lo que no me sirve? -dijo Hitchcock, con los ojos muy abiertos, perdidos en el espacio-. Soy un hombre práctico. Si la Tierra no está ahí, para que yo pueda pasearme, ¿quieres que me pasee por un recuerdo? Hace daño. Los recuerdos, como decía mi padre, son como puercoespines. Al diablo con ellos. No te acerques. Te lastiman. Te arruinan el trabajo. Te hacen llorar.
-Ahora mismo me estoy paseando por la Tierra -dijo Clemens, con los ojos cerrados.
-Manejas puercoespines -dijo Hitchcock con una voz inexpresiva-. Más tarde no podrás almorzar, y te preguntarás por qué. Te habrás tragado un puñado de púas. ¡Al diablo con todo eso! Cuando encuentro algo que no puedo beber, o tocar, o golpear, o sentir, déjalo, me digo. Yo no existo para la Tierra. La Tierra no existe para mí. Nadie llora por mí en Nueva York, esta noche. Olvidemos Nueva York. Aquí no hay estaciones. Ni invierno ni verano. Ni primavera ni otoño. No hay mañanas, ni noches. Sólo espacio y espacio. Y sólo existimos tú y yo, y este cohete. Y sólo creo realmente en mi. Eso es todo.
-Voy a poner una moneda en el teléfono, ahora mismo -dijo Clemens, sonriendo y moviendo los dedos en el aire-. Hablar‚ con una amiga de Evanston. ¡Hola, Bárbara!
El cohete siguió atravesando el espacio. La campana del almuerzo sonó a las 13.05. Los hombres corrieron silenciosamente con sus zapatos de goma y se sentaron a la mesa almohadillada.
Clemens no tenía hambre.
-¿Has visto? ¿No te lo he advertido? -exclamó Hitchcock-. Tú y tus condenados puercoespines. Déjalos, ya te lo he dicho. Fíjate en mí, cómo devoro la comida. - Hitchcock hablaba lentamente, con una voz mecánica y sin humor-. Mírame.
Se llevó a la boca el pastel que quedaba en el plato como si examinase su estructura. Lo movió con el tenedor. Apretó entre los dedos el mango del tenedor. Aplastó el relleno de limón y observó cómo la pasta se alzaba entre los dientes del cubierto. Luego acarició minuciosamente la botella de leche y se sirvió un vaso escuchando el gorgoteo del líquido. Miró la leche como si quisiese hacerla todavía más blanca. La bebió, con tanta rapidez, que no alcanzó a sentirle el gusto. Se había comido todo el almuerzo en unos pocos minutos, febrilmente. Paseó los ojos por su alrededor buscando un poco más de comida. Pero todos los platos estaban vacíos.
Lanzó una mirada inexpresiva a través de la ventanilla del cohete-. Ésas no existen tampoco -dijo.
-¿Qué? -preguntó Clemens.
-Las estrellas. ¿Quién tocó alguna? Puedo verlas, es cierto, pero ¿de qué sirve ver lo que está a un millón o a un billón de kilómetros? No vale la pena ocuparse de cosas tan lejanas.
-¿Por qué te embarcaste en el cohete? -preguntó Clemens de pronto.
Hitchcock observó su vaso asombrosamente vacío. Lo apretó con fuerza, cerrando los dedos, y lo soltó y volvió a apretarlo.
-No sé -dijo, y pasó la lengua por el borde del vaso-. Tenía que embarcarme, y nada más. ¿Sabe uno por qué hace esto o aquello?
-¿Te gustan los viajes por el espacio? ¿Ver otros lugares?
-No sé. Sí. No. No ver otros lugares. Estar entre ellos.-Hitchcock trató por primera vez de fijar la vista en algún punto, arrugando los ojos y adelantando la cara; pero era algo tan borroso y distante que no pudo enfocarlo-. Se trataba ante todo del espacio, tanto espacio. Me atraía la idea de esa nada arriba y esa nada abajo, y esa nada entre ellas, y yo en medio de la nada.
-Nunca me lo explicaron de ese modo.
-Yo lo explico así.
Hitchcock sacó un cigarrillo, lo encendió, y comenzó a aspirar y a echar humo, una y otra vez.
-¿Qué clase de infancia tuviste, Hitchcock? -dijo Clemens.
-Nunca fui joven. Lo que fui o pude ser, está muerto. Volvemos a tus puercoespines, Clemens. Gracias, no quiero que me atraviesen de parte a parte. Siempre pensé que uno muere todos los días, y que los días son como cajones, ¿comprendes?, con su marbete y todo. Y no hay que volver atrás, ni levantar la tapa, pues uno muere un par de miles de veces, y deja un montón de cadáveres, todos con una muerte distinta, y con una expresión cada vez peor. En cada uno de esos días hay un yo diferente, alguien a quien no conoces, o no comprendes, o no quieres comprender.
-Te apartas de ti mismo, de ese modo.
-¿Qué tengo que ver con ese Hitchcock más joven? Era un tonto. Todos se lo llevaban por delante, abusaban y se aprovechaban de él. Su padre no servía para nada, y lo mismo su madre. Cuando ella murió, el joven Hitchcock se sintió contento. ¿Tengo que retroceder y mirar embobado la cara de aquel tonto?
-Todos somos tontos -dijo Clemens-. Siempre. Aunque todos los días de un modo distinto. Pensamos: ya no soy un tonto. He aprendido la lección. Fui un tonto ayer, pero no esta mañana. Y al día siguiente descubrimos, sí, que también ayer éramos unos tontos. Sólo podemos progresar y desarrollarnos si admitimos que no somos perfectos y vivimos de acuerdo con esta verdad.
-No quiero recordar cosas imperfectas -dijo Hitchcock-. No puedo estrecharle la mano a ese joven Hitchcock, ¿no es cierto? ¿Dónde está? ¿Puedes traérmelo? Ya no existe. Que se vaya al diablo. No voy a dirigir mis actos futuros pensando en las porquerías que hice ayer.
-Volverás a equivocarte.
-Deja que me equivoque entonces.
Hitchcock calló y clavó los ojos en la ventanilla. Los otros hombres lo miraban de reojo.
-¿Existen los meteoros? -preguntó Hitchcock.
-Sabes muy bien que sí.
-En nuestras pantallas de radar... sí, como trazos luminosos. No, no creo en nada que no exista y actúe en mi presencia. A veces... -Hitchcock señaló con la cabeza a los hombres que estaban terminando de comer-... a veces no creo en nadie ni en nada. Sólo en mí.-Se incorporó-. ¿Hay un piso superior en esta nave?
-Sí.
-Tengo que verlo.
-No te excites.
-Espérame aquí. Vuelvo en seguida.
Hitchcock se alejó. Los otros hombres siguieron masticando, lentamente. Pasaron los minutos. Un hombre alzó la cabeza.
-¿Cuándo empezó? Me refiero a Hitchcock.
-Hoy.
-El otro día estuvo también bastante raro.
-Sí, pero hoy fue peor.
-¿Le avisaron al psiquiatra?
-Creíamos que ya estaba bien. Al principio el espacio nos enferma a todos, un poco. A mí me pasó lo mismo. Te pones a filosofar, aturdido, y luego te asustas. Sudas, te olvidas de la familia, no crees en la Tierra, te emborrachas, te despiertas mareado y eso es todo.
-Pero Hitchcock no se emborrachó -dijo alguien.
-Ojalá lo hubiera hecho.
-¿Cómo pasó el examen?
-¿Cómo lo pasamos todos? Necesitaban hombres. El espacio asusta a cualquiera. Así que admiten a muchos fronterizos.
-Hitchcock no es un fronterizo -dijo alguien-. Ha caído en un pozo sin fondo.
Esperaron otros cinco minutos. Hitchcock no volvía. Al fin Clemens se levantó, salió de la cámara, y empezó a subir por la escalera de caracol que llevaba al entrepuente.
Hitchcock estaba allí, acariciando los mamparos.
-Está aquí -dijo.
-Claro que está.
-Temí que no estuviera.-Hitchcock miró fijamente a Clemens-. Y tú estás vivo.
-Desde hace mucho tiempo.
-No -dijo Hitchcock-. No, sólo ahora, en este instante, mientras puedo verte. Hace un momento no eras nada.
-Sí para mí.
-Eso no importa. No estabas conmigo -dijo Hitchcock-. Sólo eso importa de veras. ¿Está abajo la tripulación?
-Sí.
-¿Puedes probarlo?
-Oye, Hitchcock, ser mejor que veas al doctor Edwards. Creo que necesitas un poco de atención. -No. Estoy bien. Y además, ¿quién es el doctor? ¿Puedes demostrarme que hay un doctor en el cohete?
-Bueno. Basta con que lo llame.
-No. Quiero decir desde aquí, en este instante. No puedes probarlo, ¿no es cierto?
-No, no sin moverme.
-Ya lo ves. No tienes ninguna evidencia mental. Eso busco, una evidencia mental que yo pueda sentir. La evidencia física, las pruebas exteriores no me interesan. Quiero algo que se pueda llevar en la mente, y tocar, y oler, y sentir. Pero no es posible. Para creer en algo tienes que llevarlo contigo. Y la Tierra y los hombres no te caben en los bolsillos de tu traje. Yo quisiera hacer eso, llevarme todas las cosas conmigo. Así podría creer que existen. Qué pesado y difícil tener que salir en busca de algo, algo terriblemente físico, para poder probar su existencia. Odio los objetos físicos. Los dejas atrás y ya no puedes creer en ellos.
-Ésas son las reglas del juego.
-Quiero cambiarlas. ¿No sería magnífico poder demostrar la existencia de las cosas sólo con la mente, y saber así, con toda certeza, que están siempre en su sitio? Me gustaría saber cómo es algún sitio cuando yo no estoy allí. Me gustaría saberlo de veras.
-Eso no es posible.
-¿Sabes? -dijo Hitchcock-, tuve la idea de salir al espacio hace ya cinco años. Cuando perdí mi empleo. ¿No sabías que quise ser escritor? Oh, sí, uno de esos hombres que hablan siempre de escribir, pero que casi nunca escriben. Y con un temperamento excesivo. Perdí mi empleo. Dejé el negocio de los libros y no pude conseguir otro trabajo, y comencé a rodar. Luego murió mi mujer. Ya ves, nada se queda en su sitio, no se puede confiar en las cosas. Tuve que dejar a mi hijo al cuidado de una tía. Y las cosas empeoraron todavía más. Al fin un día me publicaron un cuento, con mi nombre debajo, pero no era yo.
-No entiendo.
El rostro de Hitchcock había perdido el color. Sudaba.
-Sólo sé que yo miraba la página, y mi nombre bajo el titulo. Por Joseph Hitchcock. Pero se trataba de otra persona. No podía saber en ese momento y de veras si esa persona era yo. El cuento me era familiar... Sabía que yo lo había escrito, pero ese nombre sobre el papel no era yo. Era un símbolo, un nombre. Algo extraño. Y entonces comprendí que aunque triunfase como escritor, mi triunfo no tendría sentido. Yo no era ese nombre. Mi nombre sería siempre una mancha de hollín, unas cenizas. Así que dejé de escribir. Nunca estuve seguro, además, de que mis cuentos, esos cuentos que yo había tenido en mi escritorio hasta hacía unas horas, fueran realmente míos. Recordaba haberlos pasado a máquina, pero ahí estaba siempre ese abismo, esa prueba ausente. El abismo que separa el quehacer de las cosas hechas. Lo que está hecho está hecho. Ya no es una prueba, ya no es un acto. Sólo los actos importan. Y las hojas de papel eran vestigios de actos realizados e invisibles. Sólo los actos prueban algo, y ya no existían. Sólo me quedaba el recuerdo, y yo no podía confiar en la memoria. ¿Puedo probar ahora que escribí esos cuentos? No. ¿Puede hacerlo acaso algún escritor? No. No, realmente. No a menos que alguien esté a tu lado mientras escribes, y aun entonces podrías escribir de memoria. Y cuando terminas de escribir, desaparecen las pruebas, sólo quedan los recuerdos. Comencé a encontrar abismos por todas partes. Comencé a pensar que quizá no estaba casado, que quizá no tenía un hijo, o que nunca había tenido un empleo. Quizá no había nacido en Illinois, y mi padre no había sido un borracho, y mi madre no había sido una puerca. No podía probar nada. Oh, sí, la gente puede decirte: «Tú eres esto, y aquello, y lo de más allá», pero eso nada significa.
-No debías pensar esas cosas -dijo Clemens.
-No puedo. Tantos abismos, tantos espacios... Así que empecé a pensar en las estrellas. Pensé que me gustaría estar a bordo de un cohete, en el espacio, en la nada, internándome en la nada (con sólo algo muy delgado, una delgada cáscara metálica para sostenerme), y alejándome de todas las cosas, los abismos que impiden demostrar la realidad de las cosas. Supe entonces que la única felicidad posible, para mí, era el espacio. Cuando lleguemos a Aldebarán II firmaré un contrato por otros cinco años -el viaje de vuelta a la Tierra- y luego me embarcaré otra vez, y así seguiré por el resto de mis días, yendo y viniendo, como el volante de una máquina.
-¿Hablaste de esto con el psiquiatra?
-¿Para que trate de tapar todos los abismos y llenar las grietas con ruidos y agua caliente y palabras y caricias y todo eso? No, gracias. -Hitchcock se detuvo-. Estoy empeorando, ¿no es cierto? Me parece que sí. Esta mañana, al despertarme, pensé: «¿Estoy empeorando? ¿O estoy mejorándome?»
-Calló otra vez y miró de frente a Clemens-. ¿Estás ahí? ¿Estás realmente ahí? Vamos, pruébalo. Clemens le golpeó un brazo, con fuerza.
-Sí -dijo Hitchcock, frotándose el brazo, mirándoselo con atención y asombro-. Estabas ahí. Estuviste ahí durante una breve fracción de segundo, pero quisiera saber si estás... ahora.
-Te veré luego -dijo Clemens. Y se alejó en busca del doctor.
Sonó una campana. Sonaron dos campanas, tres campanas. El cohete se balanceó como empujado por una mano. Hubo un sonido de succión, el sonido de una aspiradora. Clemens oyó unos gritos y sintió que el aire se enrarecía. El aire huía, silbándole en los oídos. De pronto no hubo nada. Nada en su nariz. Nada en sus pulmones. Se tambaleó, y el silbido se detuvo.
Oyó que alguien gritaba:
-¡Un meteoro!
-¡Ya está tapado! -dijo otro.
Así era. La soldadora de emergencia había tapado, desde el exterior, el agujero del casco. Alguien que hablaba y hablaba, se echó a llorar. Clemens corrió por el corredor. El aire era ahora fresco y denso.
Clemens llegó a una puerta. Vio el agujero recién cerrado en el casco de metal; vio los fragmentos del meteoro desparramados por el cuarto como los trozos de un juguete; vio al capitán y los tripulantes, y un hombre que yacía en el suelo. Era Hitchcock. Tenía los ojos cerrados, y lloraba.
-Trató de matarme -decía, una y otra vez-. Trató de matarme. -Lo pusieron de pie-. Estas cosas no pasan, ¿no es cierto? Vino hacia mí. ¿Por qué?
-Bueno, bueno, Hitchcock -dijo el capitán de la nave. El doctor estaba vendando una herida que Hitchcock tenía en el brazo. Hitchcock abrió los ojos y vio a Clemens que lo miraba fijamente. -Trató de matarme -dijo.
-Sí, ya sé -dijo Clemens.

Pasaron diecisiete horas. La nave seguía moviéndose por el espacio. Clemens cruzó la puerta y se detuvo al ver al psiquiatra y al capitán. Hitchcock estaba sentado en el piso, con las rodillas recogidas y abrazado a sus piernas.
-Hitchcock -dijo el capitán.
Silencio.
-Hitchcock, escúcheme -dijo el psiquiatra.
Se volvieron hacia Clemens.
-¿Es amigo suyo?
-Sí.
-¿Quiere ayudarnos?
-Si es posible... -Ese condenado meteoro -dijo el capitán-. No hubiese ocurrido si no fuera por eso.
-Hubiese ocurrido, tarde o temprano -dijo el doctor, y añadió dirigiéndose a Clemens-: Puede hablarle.
Clemens se acercó, lentamente. Se agachó junto a Hitchcock y lo sacudió con suavidad, tomándolo de un brazo.
-Eh, Hitchcock, óyeme -dijo en voz baja.
Hitchcock no respondió.
-Eh, soy yo, Clemens. Mírame. Estoy aquí.
Clemens golpeó el brazo de Hitchcock. Le frotó el cuello y la nuca suavemente. Luego miró al psiquiatra. El médico suspiró. El capitán se encogió de hombros.
-¿Tratamiento de shock, doctor?
El psiquiatra asintió con un movimiento de cabeza.
-Comenzaremos en seguida.
Sí, pensó Clemens, tratamiento de shock. Tóquenle una docena de discos de jazz, pásenle un frasco de clorofila por las narices, pónganle hierba bajo los pies, bañen el aire con perfume de Chanel, córtenle el pelo, arréglenle las uñas, tráiganle una mujer, grítenle, golpeen y hagan ruido; fríanlo con una corriente eléctrica, llenen los abismos y las hendiduras, ¿dónde está la prueba? Es imposible pasarse la vida inventando pruebas. Es imposible entretener a un bebé con sonajeros y silbatos durante toda la noche, y todas las noches durante treinta años. Alguna vez tendrán que detenerse. Y entonces volverán a perderlo. Y eso si alguna vez les presta atención.
-¡Hitchcock! -gritó con todas sus fuerzas, frenéticamente, como si él mismo estuviese cayendo en un abismo-. ¡Soy yo! ¡Soy tu amigo Clemens! ¡Óyeme!
Clemens se volvió y salió del cuarto silencioso.
Doce horas más tarde se oyó otra campana de alarma. Cuando los hombres dejaron de correr, el capitán explicó:
-Hitchcock se quedó solo unos minutos. Se metió en una escafandra. Abrió una compuerta y se lanzó al espacio... solo.
Clemens echó una mirada a través de los vidrios. Vio una mancha de estrellas y una distante oscuridad.
-¿Está afuera ahora?
-Sí. Detrás de nosotros. A un millón de kilómetros. Jamás lo encontraremos. Supe que estaba afuera cuando oí su radio en nuestro cuarto de control. Se hablaba a sí mismo.
-¿Qué decía?
-Algo así como: «Ya no existe el cohete. Nunca existió. Ni la gente. No hay nadie en todo el universo. Nunca hubo nadie. Ni planetas. Ni estrellas.» Eso decía. Y luego algo acerca de sus pies y sus piernas y sus manos: «No más manos», decía. «Ya no tengo manos. Nunca las tuve. Ni cuerpo. Nunca lo tuve. Ni boca. Ni cara. Ni cabeza. Nada. Solamente espacio. Solamente el abismo.»
Los hombres se volvieron en silencio y observaron las remotas y frías estrellas.
Espacio, pensó Clemens. El espacio que tanto le gustaba a Hitchcock. Espacio, con nada arriba, nada abajo, mucha nada en el centro, y Hitchcock que cae en medio de esa nada, hacia una noche cualquiera, hacia una mañana cualquiera.

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